La marea de extrema derecha en Europa ha tardado en llegar. Los primeros avances marcaron las décadas de 1980 y 1990, con un período de avances constantes en la década de 2000, sobre todo en Austria, donde la extrema derecha entró en el gobierno. Pero tras la pandemia de Covid y la guerra en Ucrania, se ha producido un cambio importante. En lugar de meros contendientes electorales o moldeadores de la opinión pública, los partidos de extrema derecha de Europa aparecen ahora como fuerzas de gobierno plausibles y normales. Durante mucho tiempo fueron una fuerza puramente opositora, pero ahora están avanzando hacia los pasillos del poder.
¿Qué explica este nuevo y alarmante desarrollo? Después de los votos a favor de Donald Trump y el Brexit en 2016, seguidos de avances electorales para Le Pen y el partido Alternativa para Alemania, muchos intentaron explicar el ascenso de la extrema derecha a través del concepto de populismo. Sin embargo, la explicación siempre ocultaba más de lo que revelaba. Por un lado, implicaba que los líderes de extrema derecha eran auténticos representantes de un pueblo olvidado, incluso cuando los políticos en cuestión a menudo tenían antecedentes de élite. Por otro lado, parecía achacar el ascenso de las fuerzas de derecha a votantes irracionales, pasando por alto a aquellos que han detentado el poder en el continente en los últimos 30 años.
Desde la firma del tratado de Maastricht en 1991, que aseguró un bajo gasto público y una deflación, los políticos europeos se han vuelto cada vez más endeudados con los intereses empresariales a expensas de los ciudadanos. A través de este proceso, que el politólogo Peter Mair denominó “retirada de las élites”, los representantes se volvieron reacios a hacer grandes promesas a los votantes, por temor a que alguna amenazara sus políticas promercado.
Por tanto, tuvieron que encontrar otra forma de mantener el control. Ahí es donde la extrema derecha resultó útil. Al invocar la amenaza de un inminente extremismo de derecha, los políticos tradicionales podrían presentarse como el mal menor. Mientras su poder permaneció intacto, los políticos parecían tranquilos acerca de cómo el sentido común político –especialmente en materia de inmigración y bienestar social– se deslizaba cada vez más hacia la derecha.
Funcionó en gran medida. Durante casi tres décadas, los principales partidos de todo el continente mantuvieron su dominio, sin verse afectados por una oposición seria. Pero, en todo caso, tuvieron demasiado éxito. Sin las fuerzas contrarias que alguna vez equilibraron las sociedades inestables de Europa (como los fuertes partidos y sindicatos de izquierda que fueron derrotados en los años 1970 y 1980), los gobernantes europeos perdieron la disciplina. Bajo su supervisión, la desigualdad aumentó, las economías funcionaron mal y los servicios públicos comenzaron a debilitarse. En este lamentable escenario, la extrema derecha logró gradualmente posicionarse como el único rival creíble del sistema. Después de reunir apoyo al margen, ha llegado su momento.