Cuando en 1975 los agentes de la Secretaría de Gobernación fueron a buscarme lo hicieron a avenida de Anza 901, en la colonia Pitic, de Hermosillo, Sonora. Tenían la intención de detenernos a mí y a mi esposo, Patricio Estévez Nénninger, porque nos creían autores de la pedrada que hizo sangrar la frente del presidente Luis Echeverría, aquella mañana de marzo en el auditorio de la Facultad de Medicina de la UNAM. No, no fuimos nosotros. Ese día estaba muy lejos, como a cinco mil kilómetros de distancia.
En el largo intermedio entre el fin de las clases de la prepa en agosto de 1968 y el inicio de clases en la UNAM, en marzo de 1969, mi dirección era ésa. Puedo citar tantos acontecimientos de mi vida en los que la única ancla segura era la casa de mis abuelos, ubicada en el 901 de la avenida Juan Bautista de Anza. En la esquina norte está la Casa de Gobierno, mandada construir por Abelardo L. Rodríguez y en la esquina sur de esa misma manzana, la de mi abuelo, que gobernó Sonora de 1949 a 1955. En medio de las dos propiedades, la del arquitecto Gustavo Aguilar, constructor de las dos casas. Pero la de mi abuelo no se construyó durante su gubernatura, como lo acostumbran tantos gobernantes. La familia la estrenó en 1946 y esa mudanza retrataba el cambio por el que atravesaba el país.
Mis abuelos y su prole de 7 hijos e hijas, entre ellos mi padre, vivían en una casa temporal, especie de campamento, a la vista de la fábrica de cemento que se construía a las afueras de Hermosillo. Sin cemento ni concreto no habría urbanización moderna, ni calles y avenidas pavimentadas ni industrias ni presas para la agricultura de riego ni para la sustitución de casas de adobe por casas y edificios modernos. Mi abuelo, Ignacio Soto Martínez, fundó la primera cementera del noroeste, la primera fábrica de llantas del país, varias de las primeras agencias aduanales y bancarias. Su enorme retrato, con la fábrica de cemento como trasfondo, presidía la sala de avenida de Anza 901. Cuántas navidades extraordinarias compartí ahí con primas y primos hermanos: tantos que cenábamos por tandas.
Del campamento a la colonia Pitic. De las calles de tierra o empedradas a las de cemento. Para ir a la Costa de Hermosillo, la frontera agrícola que recién se abrió en los 50, se hacían seis horas en carro y se respiraba ese polvo finísimo que dejaron miles de años del paso del río Sonora. Hoy se recorre en 50 minutos. Durante el auge económico que generó la agricultura y los servicios que requería, se construyó la colonia Pitic, de avenidas amplias con camellones sembrados con frondosos laureles de la India, palmeras y árboles de naranjos agrios, lo que le valió el nombre de Ciudad de los Naranjos. La casa de mi abuelo fue la tercera de esa nueva urbanización.
La casa de papá Nacho, como le llamábamos, tenía dos plantas y media. Techos altos y paredes gruesas para facilitar la ventilación y la refrigeración en los veranos. Era una casa grande y sólida —solidez es el primer adjetivo que se me ocurre para describirla—. Cuando se construía mis abuelos pasaban de los 50 años de edad, quizás por ello no eligieron un estilo plenamente modernista. Combina algo del estilo tardío californiano, pero era más cercano al funcionalismo. Con todo, presagiaba la modernidad que llegó diez años más tarde con los diseños del arquitecto Felipe N. Ortega, para la casa de mis padres y de mis futuros suegros, de diseño audaz y líneas limpias.
Entre las casas que daban a avenida de Anza y las que daban a la carretera internacional a Nogales, había un callejón para los servicios, por donde pasaba el camión de la basura. En 1967, durante la huelga de la ciudadanía en contra de la imposición de la candidatura de Faustino Serna, ese callejón se llenó de integrantes de la “Ola Verde”, un cuerpo paramilitar que, en conjunto con el Ejército, impedirían el primer experimento democrático de elecciones primarias en el país. El general Hernández Toledo, que un año más tarde dirigiría la toma de la Plaza de Tlatelolco, dirigió la toma de la Universidad de Sonora.
Dice Marshall Berman, citando a Marx, que en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Se desvanece, sí, pero no en el aire. Desde hace unos días, maquinaria pesada se ocupa de demoler la casa de mis abuelos en una alegoría demasiado exacta de la demolición institucional que hemos visto a partir de las elecciones de junio de este triste año. Recuerdo cada centímetro de la casa. ¿Qué habrá sido de la cabeza de cabra salvaje y el caribú que cazó el abuelo en Canadá? ¿A dónde habrá quedado el poema If de Rudyard Kipling que estaba a la entrada de su despacho? ¿El columpio de madera en el que recibí la primera declaración de amor a los ocho años? No son sólo mis recuerdos los que se desvanecen. La ciudad carece de un reglamento claro que permita preservar la memoria de los hitos culturales de su desarrollo y las hazañas creativas de sus arquitectos y constructores. Y la desmemoria empobrece.