Por Rafael Estrada Michel
Por supuesto que es procedente el conocimiento y la discusión en torno a la regularidad y legitimidad de la reforma constitucional en materia judicial.
Si no procediera, si renunciáramos a la crítica de la ley básica en sede jurisdiccional, podríamos irnos despidiendo no sólo de la transición democrática, de la que la reforma de Zedillo en 1994 fue piedra angular, sino del Estado constitucional en su integridad.
Vayamos a los fundamentos cronológicos de esta breve y devastadora historia: primero, un tribunal electoral trunco que validó una sobrerrepresentación artificiosa y fraudulenta en la Cámara de Diputados. Después, una deliberación en el Congreso de la Unión y en las Legislaturas locales que de diálogo parlamentario no tuvo ni siquiera el nombre. Al final, suspensiones dictadas por órganos jurisdiccionales de las que el poder no hizo sino escarnio y burla. Reapareció, pues, el México de las mentiras, el México del fraude y de la simulación que ahora va por los órganos constitucionales autónomos al grito de “se seguirán garantizando los derechos fundamentales, aunque ya no existan los órganos garantes de los mismos”. Así, se le llamará “autónomo” a lo que en realidad será subordinación jerárquica en la administración centralizada. Y todo esto, se dice, lo sufriremos antes de las navidades.
Sí, más allá de las violaciones en el procedimiento legislativo, la materia de la reforma judicial que siguió a la iniciativa que el 5 de febrero anunció el presidente López Obrador es discutible y judicializable, aunque se haya hecho constar en la ley fundamental. Se trata de un tema que nuestra democracia difirió durante largos años. Como cualquier institución pública, el órgano revisor de la Constitución —que no “poder constituyente permanente”, como demostraron Sánchez Medal y Aguinaco— está obligado a promover, proteger, respetar y garantizar los derechos humanos (artículo 1º de la Constitución). Entre estos derechos, desde luego, el contar con justicia expedita, efectiva, técnica e independiente no es cuestión menor.
También tiene el órgano revisor la obligación de respetar los principios a los que se refiere el artículo 136 constitucional, esto es, los valores fundamentales de nuestro Estado. Entre estos principios se halla la independencia judicial, que no sólo es un derecho de los gobernados, sino una norma-principio indispensable para la división y el equilibrio de poderes. Al presentar su renuncia a participar en la tómbola bufa que acabamos de testimoniar, un gran juzgador afirmó que había sido un gran honor servir a la República “como juez independiente”. Y es que, sin independencia judiciaria, en realidad no hay Poder Judicial.
Sufriremos también el debilitamiento del juicio de amparo, como ha señalado el todavía magistrado Juan Pablo Gómez Fierro. En cuanto al tribunal disciplinario, un auténtico comité de salud pública digno de la Revolución Francesa por cuanto se trata de una entidad cuasi soberana que no habrá de tolerar recurso efectivo en contra de sus decisiones, tal como han denunciado la relatora de Naciones Unidas para la Independencia judicial y la magistrada Carolina Alcalá, poco es lo que puede agregarse al análisis de su potencial destructivo respecto de la independencia judiciaria. Todo ello puede y debe conocerse por lo que aún queda de nuestra justicia constitucional.
Por si fuera poco, y por si quedaran pruritos en relación con la obra del supuesto Constituyente permanente, se ha promulgado ya la legislación secundaria para la elección popular de juezas y jueces. Aquí sí, aunque se afirme que un transitorio de la reforma constitucional, está por encima del artículo 105 de la Constitución, lo cierto es que la reforma a la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales se da dentro del proceso electoral ya iniciado (así lo confesó el presidente del Senado durante la esperpéntica sesión de la tómbola), lo cual está expresamente prohibido por el texto fundamental. Me parece que, ahí, cualquiera que sea la vía procesal que se elija, está la oportunidad para detener este sinsentido. Al fin y al cabo, Ira furor brevis est.
¿Más incongruencias judicializables? Por supuesto. Hay varias. Así como se suele recriminar a los jueces lo que dice la Constitución o lo que hace u omite el Ministerio Público en materia de prisión preventiva injustificada, se pretende que sean destituibles por un tribunal disciplinario funcionarios electos por el pueblo soberano que sólo debieran serlo en casos extraordinarios y a través del juicio político, como ha sabido ver Vázquez Castellanos. Día a día se saltan suspensiones dictadas en amparo numerosos órganos del poder público, incluido vergonzosamente el Consejo de la Judicatura Federal. Sólo podrán movilizar electores para la designación de jueces, a través de mecanismos inconfesables, el oficialismo y el crimen organizado, dice Labastida Ochoa. Como ha denunciado valientemente la jueza Abigaíl Ocampo, a base de tombolazos la paridad de género en los órganos jurisdiccionales se tornará un efímero y hermoso recuerdo. ¿Le seguimos?
Lo que hemos contemplado en los últimos meses es, en el fondo de las realidades, manifestación de un profundo desprecio por el derecho y por la verdad. Aún hay forma de impedir que campee. En manos de los once que todavía son once está mantener nuestra República, que acaba de cumplir 200 años y que se fundó, justamente, bajo la idea de que la autonomía jurisdiccional constituye a los pueblos libres, dignos y orgullosos de su historia.