Durante la mayor parte de los aproximadamente 12 años en los que Alexei Navalny hizo una cruzada contra el gobierno de Vladimir Putin, el presidente ruso trató de evitar mencionar a su tábano por su nombre, aun cuando él y sus secuaces intentaron por todos los medios, incluido el asesinato, silenciarlo. Sin embargo, cuando la noticia de la supuesta muerte de Navalny en un remoto campo de trabajo del norte apareció en los sitios de noticias oficiales rusos, incluía el detalle de que Putin, en una visita a la ciudad de Chelyabinsk, había sido “informado”.
Muchos medios oficiales también informaron sobre las reacciones de funcionarios en Occidente, y algunos sobre las discusiones en la legislatura rusa, sobre cómo Estados Unidos y sus aliados en Europa probablemente explotarían la muerte de Navalny, posiblemente imponiendo más sanciones.
Este tratamiento de la muerte del Sr. Navalny, con la gravedad generalmente reservada para una crisis nacional, va en contra de la farsa del gobierno de que no era más que un delincuente o que podía ser desacreditado llamándolo terrorista, extremista y nazi, como implicaba cargos falsos que lo enviaron al campo de trabajo. En cambio, las reacciones oficiales confirmaron inadvertidamente lo que Putin había tratado con tanto esfuerzo de ocultar: que las incesantes acusaciones de corrupción y mal gobierno de Navalny eran un serio desafío político al gobierno dictatorial de Putin. Y que, muerto, Navalny podría volverse aún más peligroso.
A diferencia de sus predecesores soviéticos en el Kremlin, que podían recurrir a una ideología universalista para justificar la represión, Putin ha tenido que construir su gobierno personal sobre una ilusión de democracia mientras arreglaba las elecciones, sometía a los tribunales a su voluntad y permitía una corrupción masiva. En lugar de criminalizar a la oposición como “agitación y propaganda antisoviética”, Putin debe combatir la disidencia basada en principios, como la de Navalny, con etiquetas inventadas como “agente extranjero” o “terrorismo”.