Por: Maria Garcia
En plena pandemia regresé a El Paso, Texas, en la frontera entre EE. UU. y México, donde crecí. Pensé que sería una estancia temporal, pero entonces el desierto me susurró. Tras años de ausencia, mi cuerpo ansiaba la tranquila sabiduría de esta tierra.Había cambiado desde que me fui. En Nueva York y Boston había vivido de manera abierta como mujer queer. En El Paso y Ciudad Juárez, México, donde nací, soy más discreta con mi familia. Aquí hay muchas personas queer que viven una vida plena y abierta. Pero ninguna de ellas es de mi familia.
En cuanto se suavizaron las restricciones de la covid, empecé a cruzar la frontera a pie hasta Ciudad Juárez para cantar en el karaoke con mis amigos queer cada vez que necesitaba desahogarme. Mis canciones favoritas eran las del icónico artista mexicano Juan Gabriel. Me encantaba regodearme, al mismo tiempo, en mi identidad queer y en mi cultura. Anhelaba esa liberación junto a mi familia.
La música tiene el poder de ayudarnos a entendernos a nosotros mismos. La feminidad tierna de Juan Gabriel era una cualidad radical en un México atrincherado en el machismo y la homofobia. Juan Gabriel consiguió encarnar sus raíces mexicanas a la vez que destilaba su ser queer, dos ideas que durante mucho tiempo estuvieron en disputa en nuestra cultura.
Mi amor por Juanga, como le llamaban cariñosamente, lo heredé de mi madre. Fue su primer enamoramiento y su más grande héroe local. En las noches de Juárez, cuando cantaba sus canciones, me preguntaba: si mi madre mexicana podía aceptarlo tal y como era, ¿podría aceptarme a mí también?
Cuando les explico el fenómeno de Juan Gabriel a mis amigos estadounidenses, les digo que se imaginen a un artista tan revolucionario, innovador y singular como Prince y tan desmesurado, prolífico (¡compuso más de 1800 canciones!) y canonizado como Elton John. Una vez alguien me dijo que nadie ha hecho llorar, reír y bailar más a los latinoamericanos que Juanga.
En mi infancia, fue la primera persona con la que mis parientes especularon que era gay. Su voz aguda y sus movimientos provocadores pusieron patas arriba las rígidas convenciones de género a las que se estaban confinados los artistas latinoamericanos de la época. También me enseñó que el concepto que la sociedad mexicana tiene de ser queer es rico y complejo, y dista mucho de ser binario.
Juan Gabriel nació como Alberto Aguilera Valadez en el estado mexicano de Michoacán el 7 de enero de 1950. Su madre lo dejó en un albergue para menores cuando se trasladó al norte, a Juárez, en busca de trabajo. Se escapó a los 13 años y empezó a cantar en el ambiente bohemio de los clubes de Juárez a principios de la década de 1970, los mismos clubes nocturnos donde mi mamá salía de fiesta a mediados de los setenta y los ochenta y donde yo ahora canto karaoke con mis amigos.
Su primer sencillo, “No tengo dinero”, que apareció originalmente en 1971, lo convirtió en un príncipe del pop instantáneo. Llegó a dominar las listas de éxitos y los titulares de la prensa de espectáculos en México, Latinoamérica y los medios latinos de EE. UU. hasta que su corazón cedió en California en 2016.
Nunca admitió públicamente que era gay, y nunca sabremos realmente cómo se identificaba. Pero mientras investigaba para un reportaje sobre Juan Gabriel para un pódcast que hice sobre su vida y su legado, encontré en el Archivo General de la Nación de México registros perdidos hace mucho tiempo, aparentemente derivados de los encontronazos del adolescente Juanga con la ley, archivados bajo un pseudónimo que una investigadora de los archivos me dijo que se sabía que había utilizado. Estos registros sugieren que Juan Gabriel pudo haber sido detenido y acusado de delitos como pederastia, una táctica común utilizada para perseguir a las personas queer a finales de la década de 1960, según la investigadora.
Los documentos del Archivo General de la Nación también muestran que la Dirección Federal de Seguridad, entonces el equivalente mexicano de la Agencia Central de Inteligencia, vigilaba sus relaciones sentimentales.
A pesar de todo, era muy querido, aunque su identidad queer siguiera siendo tabú. He estado pensando en su legado mientras lidiaba con mi propia historia de salida del clóset. En los medios de comunicación de EE. UU. he visto representaciones de la salida del clóset que eran o conversaciones catárticas y amorosas o rechazos trágicos. Estos retratos estereotipados no logran retratar lo caótico que hay en ello: los intentos bienintencionados pero torpes de los seres queridos, el progreso no lineal, la mudanza poco elegante de la intolerancia calcificada.
He tenido esa danza incómoda con mi madre. Hace años le conté que me había enamorado de alguien que no era un hombre, y ella respondió “lo sé” en un tono críptico y simplemente no volvió a hablar del tema. Decidí aceptar su silencio. Juan Gabriel dijo una vez a un entrevistador que le preguntó directamente si era gay: “Lo que se ve no se pregunta”.
Más recientemente, le dije a mi madre que quería casarme, que estaba enamorada fuera de los confines del género. Me dijo que a veces se preguntaba si había hecho algo mal al criarme. Pero dijo que me aceptaba tal como era. Mi vida era mía, dijo. “Estoy aquí para apoyarte y amarte”. Una victoria, aunque escarpada, es una victoria.
Al final, las canciones de Juanga fueron el hilo que me ayudó a coser diferentes retazos de mi identidad. En mi última fiesta de cumpleaños con mi familia, mi pareja nos acompañó al karaoke. Canté “Vienes o voy”, una canción sexi que he cantado tantas veces en Juárez. Me quedé mirando a mi pareja mientras cantaba y mi madre me animaba.
Para muchos mexicanos, Juanga representa una conexión con nuestra cultura. También nos mostró una forma diferente de existir, aunque el mundo no pareciera estar preparado para ello. Su conexión con México era demasiado auténtica para ser borrada, incluso por una sociedad que aún no había alcanzado la aceptación que él merecía. Hasta el más macho de los hombres bailaba su música. El progreso que hizo posible no fue lineal. Pero fue real.
Su dominio del mariachi con un traje de lentejuelas me reveló que mis raíces mexicanas y mi identidad queer no tienen por qué estar peleadas. Ambas pueden coexistir con la misma exuberancia con la que vivió Juan Gabriel.