Cuenta Don Celso Cortina de un tío suyo llamado Prisciliano Serrano —muerto en 1960 a una edad que sobrepasaba el siglo—, quien protagonizó hace muchos años el suceso que ahora se narra, junto a un hombre conocido por todos como Tata Mateo en la Hacienda Providencia, del municipio de Tlahualilo, Durango.
En cierta ocasión le preguntó Tata Mateo a Prisciliano si estaba interesado en ir por unos «centavitos».
—¿Tiene centavos?— preguntó Prisciliano un tanto escéptico, al tiempo que recibía una respuesta afirmativa.
Prisciliano era un buen jarciero, por lo que no le costó trabajo elaborar un morral fuerte para traer su cargamento.
Caminando unos cuantos kilómetros hacia el oriente encontraron la entrada de una cueva, de cuyo interior manaba un viento y hacía sentir la presencia de algo sobrenatural. Sería el mediodía cuando entraron.
Después de acostumbrados los ojos a la oscuridad Tata Mateo empezó a escarbar en un rincón; pero de pronto suspendió su trabajo y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Quítamelo, quítamelo…! i Me está ahorcando!
Tata Mateo se movía desesperadamente, como quitándose una persona de encima. Prisciliano estaba estupefacto, inmóvil. Finalmente Tata Mateo se quedó quieto, y jadeante le dijo:
—Míralo, ya se fue… ¡Allá va!
Prisciliano no vio nada, mientras Tata Mateo volvía afanosamente a su quehacer de cavar. Sacó pedazos de fierro y de cadenas; finalmente exclamó:
—¡Aquí están!
Decía Prisciliano que encontraron unas monedotas cuadradas y brillantes. Tata Mateo le pidió el morral y comenzó a llenarlo con aquel tesoro. Una vez lleno le dijo:
—Ahora ya vete, al rato te alcanzo mientras saco mi parte.
Y luego con voz grave añadió:
—Si oyes algún ruido o escuchas que te hablan no vayas a voltear, no hagas caso. Ni siquiera levantes la vista: tú sigue tu camino como si nada.
Prisciliano salió de la cueva con el pesado morral lleno de aquellas brillantes monedas. Poco después escuchó un tropel de caballos a su espalda, pero no se volvió. Luego oyó que le gritaban: Todo o nada.
Eran varios hombres, que lo alcanzaron y rodearon. Prisciliano los miró: todos tenían una expresión aterradora. Algunos desenfundaron sables y otros le apuntaron con rifles, al mismo tiempo que repetían su advertencia.
Prisciliano, permanecía inmóvil, sin pronunciar palabra, y de pronto, sin una razón, el cordón que sujetaba el morral al hombro se rompió y cayó sobre unas lechuguillas. En ese momento los jinetes se retiraron.
Prisciliano trató de recuperar el ánimo para seguir adelante; miró de reojo, sin ver a nadie. Comenzó a caminar sintiendo que el corazón le latía aceleradamente. Después giró la cabeza para averiguar si ya venía Tata Mateo, pero no lo vio. Grande fue su sorpresa al darse cuenta de que tampoco estaba la boca de la cueva, y solo rocas había en su lugar.
Llegó al poblado sin decir nada a nadie, puesto que no quería ser el hazmerreír de sus amigos. Unos días después se encontró con Tata Mateo.
—Quihubo, ¿por qué me dejaste?— fue el reclamo sonriente del anciano. Prisciliano le dijo que había seguido sus instrucciones.
—Bueno, cuando menos trajiste tus centavitos— dijo Tata Mateo.
—¿Cuáles?— espetó Prisciliano—. Me salieron unos de a caballo y me rodearon amenazándome con sus armas. Nada más me decían «todo o nada». El morral se me cayó y ellos se fueron. Lo único que yo quería era llegar al pueblo.
—Te advertí que no hicieras caso. Yo sí traje los míos, pero no hice caso de nada— contestó Tata Mateo.
—Pero si yo miré a ver si usted venía y no lo vi; ni siquiera estaba la cueva.
—iAh…! Es que en ese momento se cerró. La cueva nomás se abre cada doce horas y tuve que quedarme hasta la medianoche para que volviera a abrirse y poder salir. Anda, ve y recoge tu morral con los centavitos— fue la respuesta insistente de Tata Mateo.
Prisciliano se armó de valor y fue al lugar, encontrando el morral lleno de piedras. Regresó desilusionado. Cuando llegó a platicar lo sucedido, la mayoría no le creyó, o sencillamente le decían que lo había soñado.
Todavía se habla de la cueva y de la advertencia: Todo o nada. Si usted ha ido a buscarla y no la ha encontrado, tal vez sea por no haber estado a la hora exacta.
Esta leyenda fue recopilada por Horacio Omar Briano Martínez, y apareció publicada en el libro Habla el Desierto, Leyendas de La Laguna, editado y publicado por El Siglo de Torreón en el año de 1997.