A principios de siglo, allá por 1908, en el barrio de La Polvorera vivió don Mariano Rodríguez con su segunda esposa, Margarita, y sus dos hijas: Antonia y Felícitas. Su vivienda era humilde, un jacal de barro y carrizo.
Don Marianito —que así le llamaban cariñosamente— era un hombre honrado y trabajador que se ganaba la vida tocando la guitarra, lo cual hacía bastante bien. Su área de trabajo eran los rumbos de La Alianza, donde abundaban las cantinuchas y los prostíbulos.
El horario en que desempeñaba su trabajo era nocturno, y cuando ya no había clientes por alegrar o decepcionados a quienes consolar con su música, regresaba al barrio de La Polvorera, que en aquellos años estaba alejado y rodeado de maleza y arbustos como gobernadora, y árboles como huizaches y mezquites.
Cierta madrugada en que regresaba a su casa por aquellas solitarias veredas aparecieron frente a él dos enormes perros: uno de color blanco y el otro amarillo. Don Marianito levantó una vara con el propósito de espantarlos, pero los canes no se alejaron ni lo atacaron; simplemente le impidieron el paso, como si trataran de llevarlo a la falda del cerro, por donde pasaba un arroyo.Los perros siguieron en aquella actitud, hasta que finalmente subieron a la cima del cerro.
Don Marianito le platicó a su mujer lo sucedido, pero Margarita le miró con escepticismo y no le creyó, a pesar de la insistencia del marido. Durante varias noches se repitió la escena: los perros cerrándole el paso y tratando de encaminarlo hacia el cerro; al mismo tiempo, el hombre le seguía platicando a su mujer aquel hecho, pero ella continuaba sin creerle, hasta que finalmente le dijo:
—Mira, ahora cuando regreses y veas a los perros enciende un cerillo y lo mueves en círculos para saber que eres tú; yo haré lo mismo y caminaré a encontrarte para ver esos animales.
Cuando don Marianito terminó la jornada y regresaba a casa su mujer lo esperaba.
—¿Por qué no encendiste el cerillo?— le preguntó.
—Es que no se aparecieron los perros— contestó don Marianito con cierto dejo de decepción en su voz.
—Lo que pasa es que han sido figuraciones tuyas— dijo Margarita.
El pobre hombre quedó meditabundo. Luego le pidió a su mujer que lo acompañara tomándose un jarro de café. Sentados junto a la puerta del jacal, de repente un ruido extraño les hizo volver la mirada al cerro: vieron un objeto despeñándose y que llegó a detenerse a la orilla del arroyo, precisamente frente a donde estaban ellos.
Era una piedra de forma cúbica, semejante a un cofre. Margarita, sorprendida por el suceso, propuso a su marido que fueran a investigar de qué se trataba, argumentando que tal vezfuera un favor de Dios. Don Marianito, hombre sereno y fervoroso creyente, sabía que sólo con el esfuerzo del trabajo se pueden lograr beneficios para la familia. Poco después entraron a dormir. Margarita no pudo conciliar el sueño, y de vez en cuando se asomaba para ver la piedra.
A la mañana siguiente ella fue la primera en levantarse, llevándose la sorpresa de ver que la piedra había desaparecido.
Para ganar un poco más de dinero don Marianito —que tenía el don de tocar varios instrumentos—, daba clases de música a varios muchachos.
En uno de los descansos de la clase el hombre aquel platicó a sus alumnos lo sucedido la noche anterior. Esa curiosidad propia de la juventud les hizo animar a don Marianito parasalir a investigar.
Tomaron palos y varas, y se fueran picando entre las rocas para ver si hallaban algo; finalmente llegaron a la cima, donde encontraron un hueco cúbico perfecto con la mismaforma de la piedra despeñada.
Al asomarse vieron que estaba casi lleno de guijarros muy finos, pero al examinarlos se quedaron estupefactos, ya que descubrieron que se trataba de oro y plata.
Don Marianito levantó los ojos al cielo en una silenciosa plegaria de agradecimiento; después pensó en los perros… uno blanco y el otro amarillo.
Esta leyenda fue recopilada por Efraín González Hernández, y apareció publicada en el libro Habla el Desierto, Leyendas de La Laguna, editado y publicado por El Siglo de Torreón en el año de 1997.