Por muy modernos que sean, los hospitales nunca han sido lugares agradables. Y menos aún en años pasados, en que su arquitectura parecía diseñada por el argumentista de alguna película de horror.
Así era, más o menos, el Hospital General de Torreón durante los años 30, década de optimismo en que se realizó el reparto de tierras y no había presas para contener al caudaloso Nilo Lagunero, que enriquecía con sus aguas y su limo las miles de hectáreas de donde brotaba el codiciado oro blanco.
Ese viejo Hospital —ubicado donde actualmente se encuentra el Hospital Universitario— tenía una arquitectura austera. Contaba con dos alas de cuartos, una en el lado oriente y la otra en el poniente. Al fondo estaban las recámaras de las abnegadas enfermeras, que eran empíricas, pues no había escuela de enfermería; los médicos eran hombres de verdadera vocación que no tenían su «horario de oficina».
En el ala poniente se instalaba a los enfermos de cirugía, ginecología y medicina interna; la oriente estaba destinada a los enfermos contagiosos; sección conocida como «ala de lostuberculosos», o como despectivamente se les llamaba: tísicos.
El Hospital tenía —como siempre— muchas carencias: las camas eran viejas, igual que las sábanas percudidas de tanto uso; los jabones no quitaban por completo la sangre o las manchas de los desechos propios de algunos enfermos (puesto que no había detergente en ese tiempo).
Varios testigos cuentan que había una monja menudita de cuerpo, de caminar suave, que más que caminar parecía deslizarse sobre el piso. Cuando las enfermeras del relevo nocturno dormitaban, la presencia de la monjita era un callado reproche por no respetar su vigilia.
Hubo ocasiones en que alguna enfermera tardaba en ir a administrar el medicamento a su paciente, y cuando llegaba con este, le decía que ya la madrecita se lo había dado.
Las enfermeras se preguntaban ¿a qué hora?, o ¿qué monja había sido? Cuando alguien intentaba seguirla para hablar con ella, desaparecía misteriosamente.
Cuando cualquier enfermera tenía problemas con algún enfermo, la monja le aconsejaba, y cuando la enfermera se volvía para agradecer el atinado consejo, la monja había desaparecido.
Cabe señalar que nadie nunca le vio el rostro. Así nació la leyenda de «La monja del Hospital Civil», negada por muchos, creída por otros y temida por algunos otros. ¿Quién era aquel ángel de bondad? Nadie supo o pudo constatar nada.
Las religiosas aseguraban que ninguna de ellas hacía ronda nocturna. ¿Existió o no la monja del Hospital? Nadie puede asegurarlo. Lo único que puedo decir es que una monja de albo hábito aún es vista en pleno 1995, recorriendo todos los rincones del Hospital Universitario, que antes fuese el Hospital Civil. Tal vez usted la haya visto… y tal vez hasta haya sido atendido por ella.
Esta leyenda fue recopilada por Manuel Estrada Quezada, y apareció publicada en el libro Habla el Desierto, Leyendas de La Laguna, editado y publicado por El Siglo de Torreón en el año de 1997.